La epidemia del VIH no se frenó sólo con datos, y Covid-19 tampoco lo hará

La epidemia del VIH no se frenó sólo con datos, y Covid-19 tampoco lo hará

La epidemia del VIH no se frenó sólo con datos, y Covid-19 tampoco lo hará 960 618 Constanza Armas

*Traducción libre de The Guardian

Autor: João Florêncio (profesor titular de historia del arte moderno y contemporáneo y de cultura visual en la Universidad de Exeter).

En la década de 1980 aprendimos que los mensajes de salud pública divorciados de los valores de las personas simplemente no funcionan. Desde el comienzo de la pandemia, la comunicación del gobierno, los epidemiólogos y los estadísticos de la salud parece basarse en la creencia de que, si a la gente se le muestran suficientes gráficos, suficientes modelos, suficientes estadísticas, suficiente información, todos actuarán racionalmente y harán lo correcto. Incluso cuando eso está profundamente desconectado del modo de vida de la gente: encerrarse en casa, potencialmente solo, cesar todo contacto íntimo con la gente de fuera, encerrarse.

Esto fue sorprendentemente exitoso en 2020, como respuesta a un desastre repentino, pero no es una estrategia realista a largo plazo. La historia cultural, social y política de la pandemia del VIH nos enseñó que este enfoque epidemiológico de tratar de proteger a una población principalmente centrándose en pautas de comportamiento individuales ideales no funciona.

Cuando veo a los epidemiólogos «catastrofistas», para quienes la única solución a la pandemia parece ser encerrar a todo el mundo hasta que alcancemos un estado idealizado de #zerocovid, me preocupa que aún no hayamos aprendido esas lecciones. No pretendo descalificar o cuestionar el importante trabajo realizado por los epidemiólogos para entender cómo se propagan las enfermedades. Pero hay otras fuerzas que influyen en la forma en que la gente decide comportarse, más allá del mero acceso a datos y gráficos epidemiológicos aparentemente sencillos y libres de ideología.

Los epidemiólogos estudian poblaciones, es decir, personas en formaciones sociales. Poner cifras al riesgo basándose en datos y modelos a nivel de población no es el único motor de nuestras acciones. En el caso del VIH y otras epidemias, se ha demostrado que los modelos epidemiológicos son erróneos o, como mínimo, insuficientes. Al principio de la pandemia, los datos epidemiológicos que llegaban de EE.UU. hacían que el virus fuera motivo de preocupación sólo para las poblaciones ya estigmatizadas -por ejemplo, la afirmación de que el sida era algo que afectaba sólo a los hombres homosexuales-, contribuyendo así a una mayor discriminación social. Y se tomaron decisiones políticas poco razonables para cerrar muchos espacios de sociabilidad sexual masculina gay, como el cierre en 1985 del bar Mineshaft en Nueva York en un intento de frenar la propagación del virus.

Pero, en última instancia, nada de esto fue suficiente. No fue hasta la década de 1990, cuando la virología nos dio nuevas esperanzas para acabar con el sida, que pudimos contener el virus de forma efectiva gracias, no a los cambios de comportamiento propugnados por los epidemiólogos y otros especialistas en salud pública en la primera década de la pandemia, sino a los tratamientos antirretrovirales y la profilaxis que demostraron detener con éxito la transmisión del VIH.

Esto, sin embargo, no significa que todo lo que hicimos fue esperar a que llegaran los tratamientos. Por el contrario, los tratamientos llegaron gracias a la presión política de las comunidades afectadas, que reconocieron que esperar simplemente que la gente cambiara sus comportamientos y hiciera lo correcto en todo momento no era sostenible. Dejamos de privilegiar las afirmaciones de la verdad planteadas por una sola disciplina científica y, en su lugar, empezamos a recurrir a los conocimientos producidos por el conjunto de las ciencias médicas, las ciencias sociales, las humanidades y los activistas y grupos de pacientes.

El grupo Gay Men’s Health Crisis de Estados Unidos, por ejemplo, fue el primero en empezar a promover el uso del preservativo entre los hombres homosexuales cuando el Estado no quería hacerlo y se centraba en cambio en un enfoque sin sexo. Y grupos de activistas como Act Up llevaron las voces de los grupos y comunidades de pacientes al centro de la toma de decisiones políticas y de la investigación biomédica. De este modo, no sólo conseguimos comprender mejor la pandemia en sí misma, sino también lo que importa a la gente y las vidas que consideran dignas de ser vividas.

Debemos esforzarnos por comprender qué impulsa a las personas a comportarse de determinada manera, por qué ciertos comportamientos percibidos como de riesgo son importantes para ellas, y encontrarnos con ellas allí donde están, reconociendo y respetando sus sistemas de valores. Hay factores sociales, afectivos y culturales en juego. El deseo, el placer, la atracción de la intimidad, la necesidad de proximidad y el contacto físico son importantes para determinar lo que la gente hace en última instancia.

Durante Covid-19, volvemos a ver la dificultad de sacar conclusiones y recomendaciones sobre los comportamientos individuales a partir de datos a nivel de población, y el modo en que este enfoque abstracto puede pasar fácilmente por alto la complejidad social y las diferencias en comunidades específicas.

El riesgo y la capacidad de protegerse suelen estar distribuidos de forma injusta y desigual: pensemos en los epidemiólogos que dicen a la gente que se reúna en «sus» jardines, que utilice baños separados en casa si una persona cae enferma o que se gaste unos cientos de libras en purificadores de aire para sus hogares. Las normas gubernamentales parecen haber asumido desde el comienzo de esta pandemia que todo el mundo vive en una casa unifamiliar con sus seres queridos, o que los hogares son, por definición, espacios seguros donde podemos encerrarnos sin estar solos ni temer la violencia.

Y vemos los mismos mensajes ineficaces que se presentan. En los primeros meses de la pandemia, el Terrence Higgins Trust recomendó a los hombres homosexuales que dejaran de tener relaciones sexuales ocasionales, una recomendación de comportamiento que probablemente no funcione a largo plazo. Por el contrario, el grupo activista de salud sexual Prepster publicó una serie de cómics (similares a los de Gay Men’s Health Crisis en la década de 1980), en los que se aconsejaba a los hombres homosexuales cómo gestionar el riesgo de Covid-19 durante las relaciones sexuales, un enfoque más realista que el de la abstinencia.

Las lecciones de la crisis del sida son que los mensajes de salud pública que no tienen en cuenta lo que las distintas personas valoran como una vida que merece la pena vivir, y que se dirigen a un público general abstracto, son insuficientes, y que los epidemiólogos pueden cometer errores tanto científicos como de asesoramiento. Necesitamos involucrar no sólo a los científicos, sino también a los científicos sociales, a los estudiosos de la cultura y a las comunidades para comprender mejor lo que le importa a la gente, reconociendo al mismo tiempo que no siempre nos comportamos (ni nos comportaremos nunca) de forma puramente racional.

Los modelos tienden a suponer que las poblaciones están formadas por agentes autónomos que actuarán sólo de acuerdo con la razón en respuesta a un conjunto de información determinado. El problema es que, para los que trabajamos en las historias médicas, culturales y sociales de una pandemia mundial más antigua y que aún perdura -el VIH-, esas visiones se quedan cortas para captar lo que ocurre cada vez que nos enfrentamos a una elección. En última instancia, son limitadas y contraproducentes.